La mañana de julio, pletórico de sol, se iba retirando a sus cuarteles de invierno. El tiempo se puso en huelga como nosotros y el acento íntimo del día se hizo denso.
La luz se estaba convirtiendo en silencio ametrallado.
El miedo comenzaba a sentirse de tal modo que los habitadores de la ínsula parada sonaba a hueca bajo los pies del miedo.
Hacia las trece de la mañana prevista para casi todo, convinimos en retirarnos. Habíamos realizado la visita al Gobierno Civil, donde estaba reunida la plana mayor y menor del Frente Popular. Solicitábamos armas para los sindicatos y nadie respondía.
Era el silencio de los temerosos de la ira del mundo.
A las tres de aquella tarde sonó el primer disparo. «Ha sido en la Catedral», se declaró por un transeúnte con urgencia.
Y apresuramos el ritmo de la marcha. De la hondonada urbana de la Plaza de la Catedral al Pasaje desde San Pedro de los Huertos, subían unos mocetones gritando «Viva la República». Al cabo del trayecto, cambiaron la cara del disco y al compás con una ráfaga de fusil cuartelero se comenzó a gritar: Viva España, Arriba España.
Y allí comenzó la serenata de la muerte anunciada.
Los cochecitos de negro luto surcaban calles y plazas en busca de «rojos», o sea de republicanos, socialistas y comunistas. Sobre todo comunistas, que se habían convertido en la pieza más acosada y mejor matada.
Unos muchachos también de negro y de luto por los muertos que estaban dispuestos a provocar llamaron a la puerta. Y mi madre desde sus angustias preguntó: ¿Qué desean? La respuesta fue definitiva: «Queremos a su marido, a su hijo y a quien nos plazca llevar con nosotros». Y fuimos a su vera, convencido yo, pobre de mí, de que allí acabaron mis glorias.
Rodaba lento el dramático carruaje y durante la marcha mortuoria maquinaba un milagro para salvarme de una muerte cierta.
Sin embargo y después de accidentes verdaderamente milagrosos, de los cuales conseguí zafarme, caí en San Marcos, aquel Hospital para los pobres de Cristo, convertido por desgracia para nosotros, los pobres de Cristo, en campo de Concentración de seres llamados a mal morir y tal vez, por designios auténticamente milagrosos, para salvar el bache de la muerte.
El campo-prisión que para tantísimas crueldades fue convertido, llegó a contar con una ocupación de ciudadanos, cazados a tiros o a lazo por los guardianes y los militantes y bufones, que se aproximó a los seiscientos acogidos. Luego muertos hasta conseguir una cifra de un millón de muertos a todos los efectos y mediante tantas maneras de matar como miembros del sistema o mecanismo de la muerte se había previsto.
La novela de la persecución y muerte de este millón de inocentes está por escribir. Estas líneas solamente pretenden ser un grito en la oscuridad.
Zaguán
No quisiera que malos entendimientos dieran en tierra con este vuelo, emprendido precisamente en tiempo de borrasca y de esperanza.
Aparentemente lo que se intenta no es tanto describir una historia como extender una panorámica histórica, pero sin la clase de historiografía que, desde hace algún tiempo, viene imponiéndose, más que para conocimiento de un espacio y una biografía histórica para el latido de un corazón ancho y fecundo que se duele de sus alteraciones.
Es, pues, una invitación a repasar las propias vivencias del hombre hecho y derecho al final de un trayecto dramático. Más que guerra civil, que es término que debiera utilizarse con tiento y precaución, y que por sus muchas alteraciones y variaciones, se aproxima a la biografía libre, o si se prefiere, al relato entrecortado, pero cierto, que pudo haber ocurrido y ocurrió sin duda, en el alma turbada de nuestra sociedad.
Ni los hechos que se recogen en este Cuaderno son exactamente lo ocurrido ni quizá los personajes han borrado con el tiempo su presunción de personajes de aventura.
Y sin embargo, el lector no contaminado, pronto advierte que el relato es auténtico, que los episodios tienen fe de nacimiento y que en resumidas cuentas, será aquello que el lector sepa seleccionar de entre la entraña de la vida.
Aceptad, pues, este relato sin prejuicios y añadidos imprevistos. Os propone la lectura y al cabo la meditación de lo que la letra tiene de verdad.
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