VHace unas semanas, en León, un compañero de la radio me recordaba a Crémer, en el cine Abella, acompañado de un niño. Que era yo. Mi infancia, y toda mi vida en realidad, están vinculadas a este hombre, a mi abuelo. Juntos íbamos al cine, a la radio (yo me sentaba en una butaca detrás de él, a escucharle mientras grababa sus programas), al periódico... Juntos leíamos la correspondencia, o comentábamos un libro o una noticia. Pasear con él era una verdadera escuela: suponía detenerse cien veces a hablar, a escuchar a la gente. Crémer era, desde luego, un hombre público, amante de la calle.
Siempre alerta. Y un trabajador incansable, como es sabido. Le recuerdo en la Cámara, haciendo su trabajo de oficina y rescatando horas, ya de noche, para escribir su crítica de cine o cualquier otro texto. Y todas las mañanas, subiendo puntualmente al Palomar, a enfrentarse a la máquina de escribir. Como en el adagio latino, nada humano le era ajeno: sentía curiosidad por todo. Era un lector constante y apasionado. Un interrogador de todo, y un espíritu crítico y burlón. Recuerdo su mirada, divertida y penetrante, de ojos azules. Suprimiendo, casi siempre con ironía, una ternura muy profunda y muy suya. Nunca adoptó con nosotros una actitud de «poeta» y mucho menos de «intelectual», aunque sus logros en los dos terrenos eran muy grandes. Su actitud vital era la de un trabajador, y un hombre de familia, de su casa. Nos gustaba cantar juntos (toda la familia), y el hacía una segunda voz de bajo estupenda.
Le recuerdo leyendo sus textos a su mujer, Trini, en la cocina. Y a ella, asintiendo o torciendo el gesto, según aprobara o desaprobara. Esta era la prueba de fuego a la que sometía sus escritos. Hay que hablar de su juventud de espíritu. Siempre nos hacía reír (a veces hasta las lágrimas), ya fuese comentando las noticias del día, o los pequeños acontecimientos familiares... Amaba las palabras y sabía conmover con ellas, y divertir también. Y hay que repetir que era un hombre de una voluntad indoblegable, entrenada en las circunstancias más difíciles que se le puedan plantear a un ser humano. De él aprendemos a seguir adelante: «Hay que vivir, siempre, compañero».
Considero un privilegio haber vivido a su lado, haber podido conversar con él tantas veces, y haber disfrutado de su intimidad. Porque era un auténtico placer estar en su compañía. Ayer mismo me cagó encima un pájaro, y recordé inmediatamente una de sus frases características: No cantan más que a los ricos. Y me volvió a hacer reír. Fue mucho más que mi abuelo, claro: fue un padre, un maestro (de la literatura que me enseñó a amar, y de la vida) y un amigo: el más grande de todos. Fue siempre fiel a sí mismo, incluso en sus arranques de mal genio: esos momentos explosivos que teníamos que padecer en ocasiones. Y que eran de poca duración. Porque no había en él un gramo de mezquindad, y sí mucho carácter. Pero eso ya lo saben todos y todas los que le querían, que son legión.
Finalmente, yo quisiera que el Aula Literaria que lleva su nombre (en el edificio de la Fundación Carriegos), se conviertiese en un hogar de la memoria histórica y la literatura de León. Y como le recuerdo, todos los días, me duelo de su ausencia con ese verso de Miguel que tanto le gustaba repetir: «Compañero del alma, compañero». Vivió mucho y con intensidad. Eso es un motivo de consuelo para mí, aunque nada ni nadie pueda reemplazarle.
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