Opinión | Antonio Gamoneda
Efectivamente, «sin y con» Victoriano («sin y con» Victoriano Crémer, claro está; sobra, aunque la haga, la puntualización). «Sin» porque, para qué andar en fantasías, Victoriano se fue. Hace un año, exactamente. Y «con» porque no se ha ido de nosotros el recuerdo de su personalidad superficialmente irónica y «cachonda», a la par que grave y fuerte en su interioridad.
No se ha ido este recuerdo ni el de sus dichos y hechos, que entraron a ser parte en la caracterización de nuestra ciudad. Victoriano llegó a ser un componente identificador de nuestra entidad local semejante a como pueda serlo, por ejemplo, la Catedral o nuestra ubicación central en el Camino de Santiago. León es como es porque, entre otras causas «mayores», en él -”o en ella, como ustedes quieran-” vivió casi cien años Victoriano, diciendo y haciendo mil y una cosas que han dejado marca.
Bien, esto no es más que un preámbulo generalizador, por así decirlo, aplicable al término del primer año en que hay que conmemorar al hombre, al ciudadano principal, y, en el hombre, al poeta. Ahora, quiero decir algo más personalizado; más personalizado entre Victoriano y yo mismo. Verán.
Yo le conocí hace más de sesenta años. Pues bien, les extrañará pero así ocurrió: en esos sesenta años no cruzamos ni una sola palabra relacionada con la poesía. Estábamos en la amistad y punto. En mis dieciocho años, por ejemplo, él empezó no a nombrarme sino a dirigirse a mí llamándome «chaval» y así siguió haciéndolo cuando yo ya era septuagenario. ¿No les parece auténticamente cremeriana esta particularidad coloquial? A mí sí, y añado que siempre me cayó muy bien el trasteo del apelativo.
Otro truco coloquial de Victoriano era que, cuando nos encontrábamos por la calle, teniendo él ya noventa y muchos años (supongo que esto no me lo decía sólo a mí) era que, al despedirnos, añadía siempre: «Y cuidate, que os morís y me estáis dejando solo».
Tengo, claro está, que decir algo de su poesía. Él sabía que yo le admiraba, porque alguna influencia tuvo sobre mis primeras escrituras (me interesó siempre, como libro mayor, Nuevos cantos de vida y esperanza , aunque no fue ni es obstáculo para que su libro más querido por mí fuera y sea el primero de los importantes, Tacto sonoro ), pero ya he dicho que nunca hablábamos de poesía.
Lo que sí hicimos durante muchos años, con José Castro Ovejero y otros amigos, es algo poco conocido o poco recordado, aun siendo, como era, asunto menor pero que tenía que llamar la atención: jugábamos al parchís; prácticamente todos los días; en el Savarín o en la Farola Roja. Nos jugábamos el café.
Curiosa costumbre, ¿no les parece? Pues la costumbre tenía su importancia dentro de nuestra amistad. También la tiene ahora en mi recuerdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario